Artículo de opinión de nuestro CEO en El Economista

4 noviembre 2021

https://www.eleconomista.es/opinion-blogs/noticias/11462516/11/21/El-capital-y-la-transicion-energetica.html

La COP 21 celebrada en París hace seis años marcó la línea de salida para los objetivos, quizá mejor llamarlos remedios, estructurales a los que la transición energética debería contribuir para decelerar el cambio climático. La misión de ralentizar el incremento del calentamiento medio global a menos de 2 grados centígrados se convertía en necesidad y mandato de recomendable cumplimiento para toda la humanidad. La COP 26 que se celebra estos días en Glasgow se presenta como el primer gran examen – tras los parciales de las COP 22, 23, 24 y 25 – para comprobar qué efecto han tenido las medidas acordadas en 2015.

Los objetivos primordiales del acuerdo de París se centraron en la reducción de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, en evitar que el crecimiento de la temperatura global superara 2°C respecto a los niveles preindustriales y en promover el acceso universal a la energía sostenible en países en vías de desarrollo. Para ello, se propuso aplicar medidas urgentes que evitaran el potencial mayor coste de planes de mitigación futuros y se solicitaría a los países más avanzados que financiaran y capacitaran a las naciones en desarrollo de manera que pudieran reforzar su acción asociada al propio acuerdo. Glasgow evaluará el nivel de cumplimiento de estos objetivos y exigirá una mayor contención del calentamiento global: no más de 1.5°C, marca que alcanzaríamos en un par de décadas con la tendencia actual.

¿Cómo se consiguen estas metas? Podríamos hacer una encuesta entre la población general y los especialistas de diferentes ramos para que enumeraran las acciones y planes que contribuyen a frenar el cambio climático y probablemente oiríamos un listado tan amplio y variado como: reciclaje, energías renovables, reducción del uso de materiales plásticos, electrificación de la movilidad, captura de dióxido de carbono y dióxido de azufre, reforestación, ciudades inteligentes, deslocalización del trabajo, cambios estructurales en la industria y ámbitos alimenticios, etc.

De todos estos, quizá uno de los sectores que ha permeado con mayor aceptación en la opinión pública durante el pasado lustro son las energías renovables. A nivel global, se han construido casi un millón de megavatios entre 2015 y 2020, lo que supone un crecimiento de la potencia renovable instalada superior al 50%. La inaudita optimización tecnológica de la eólica y la fotovoltaica durante los últimos quince años ha hecho que las renovables pasen de ser percibidas como un elemento que encarecía la factura eléctrica a convertirse en el vector que lidera y consolidará el abaratamiento de costes de producción energética que tanto necesitamos en la situación actual y los años venideros. El crecimiento de las energías limpias ha creado una larga y rica cadena de valor global en la que nuestro país desempeña un papel de hub mundial. En cuestión de pocos años, decenas de inversores europeos, norteamericanos, árabes y asiáticos han abierto sede en España con ambiciosos planes para crecer y desplegar capital en nuestro país y, desde aquí, en otras geografías. Estos inversores engarzan con la citada cadena donde pedalean desarrolladores de proyectos, propietarios de terrenos, productores y creadores – ¡inventores! – de tecnología, empresas constructoras, especialistas en gestión de activos, operadores y mantenedores, empresas de transporte y distribución eléctrica, entidades financieras, comercializadoras que ofrecen creativos y convenientes paquetes de productos y servicios a los consumidores finales, start-ups que permiten una gestión digital y remota de activos tan reales como plantas productoras… en definitiva, una cadena que no se conseguiría completar ni con unos alargados puntos suspensivos.

Por qué vienen a nuestro país tantos inversionistas parece fácil de responder si atendemos a tres potentes reclamos: la abundancia de recurso renovable, los voluminosos objetivos de crecimiento para el sector establecidos en el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima 2021-2030 con una inversión estimada superior a 240 mil millones de euros y la cultura pro-business que han consolidado ciertas regiones. Quizá la pregunta legítima que podríamos hacernos es qué aportan estos inversores al desarrollo económico y social a nivel global. Dinero sería la respuesta obvia, tan obvia que transformaría la pregunta en casi estúpida: sin dinero no se pueden construir centrales de producción eléctrica por fuentes renovables. Sin embargo, creo que hay algo más y para descubrirlo hemos de remontarnos algunos años atrás.

La crisis financiera de 2008 dejó muchas lecciones para el mundo empresarial; lecciones que, aunque no hayan sido necesariamente leídas y aprendidas por todos, apuntaban – entre otras muchas cosas – a promover una economía más productiva y menos especulativa y a superar el maniqueísmo entre sostenibilidad y beneficio, esta segunda idea bien estructurada por numerosos referentes académicos, entre ellos el gurú de la competitividad Michael Porter en su artículo «Creating Shared Value». A estas lecciones habría que añadir una más, diferida en el tiempo, que es que los tipos de interés no han bajado ni están bajos, sino que son y serán bajos y, por tanto, han invitado al capital a salir del mundo financiero y de la deuda para explorar el universo productivo e industrial. Recuerdo una cena hace un par de años en Madrid en la que un alto funcionario de la Comisión Europea que compartió mesa con variopintos comensales (empresarios, académicos, directivos, profesionales, representantes de instituciones sin ánimo de lucro, etc.) nos dijo que hay más capital en Europa que en Norteamérica, pero que aquella riqueza se mueve y trabaja más que la nuestra. Este comentario me hizo trazar una analogía con la metáfora de la bañera de Dierickx y Cool, donde el nivel del agua acumulada – los recursos y capacidades de una empresa – sólo se mantiene y crece si llega nuevo caudal desde los diferentes grifos, es decir, nuevas inversiones.

La inversión de capital en energías renovables y transición ecológica no sólo supone la inyección necesaria de dinero para llevar a cabo los proyectos que los emprendedores desarrollan; el despliegue de capital materializa los planes presentes y empuja a los agentes de la cadena de valor a investigar nuevos caminos de crecimiento tecnológico y sostenible que aún no conocemos; Cham Kim y Mauborgne los llamarían blue oceans, aunque merecería la pena crear un nuevo término para definirlos.

Lucas de Haro.